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¿Reforma electoral o reforma democrática?

S

i alguien tiene el interés o la curiosidad de revisar la propaganda del IFE en 2006 podrá constatar que, como nunca, el organismo especializado en los procesos electorales insistió hasta el hastío en identificar la elección de ese año con la democracia. Votar era tener a la democracia en tus manos.

A la larga se logró convertir esa homologación en un modelo sucedáneo de lo que debiera ser una institucionalidad democrática. La democracia es imposible en un sistema capitalista donde rige la desigualdad más atroz, aunque en ello insistan políticos y teóricos como David Held (Modelos de democracia) sobre la llamada democracia liberal.

Los mexicanos hemos vivido en el engaño de creer, desde que Madero triunfó en las elecciones de 1911, que el sufragio efectivo –nunca, por lo demás, se ha cumplido– es equivalente a la democracia. Reforma tras reforma, la ilusión se ha enquistado en el imaginario colectivo.

Entre la reforma política de 1977 y la de 1996, que ha sido la de mayor impacto en la vida pública de México, se promulgaron seis reformas electorales y dos más después de esa (2007 y 2014). Sus énfasis temáticos han sido diversos: la autonomía del organismo responsable de establecer el régimen de partidos y elecciones, el uso del dinero en las campañas y los medios de comunicación masiva, la paridad de género en la representación política, la integración de los gobiernos de coalición, la ampliación de las facultades de las cámaras en relación con ciertas funciones del gabinete, la relección legislativa, una mayor intervención del organismo electoral, la consulta popular para dar una mayor participación política a los ciudadanos. Y otras.

El hecho es que, con todo y esas reformas, en México no hemos conseguido niveles aceptables de vida democrática, después de casi medio siglo. Y tampoco una genuina representación política. Elegir periódicamente autoridades es sólo uno de los aspectos de una institucionalidad democrática, y no el más importante.

Sobre los partidos políticos. Si se empezara por invertir la metodología de su funcionamiento sería preciso establecer aquello que los partidos no pueden hacer. En primer lugar limitarse sólo a organizar elecciones. Las máquinas electorales en que están convertidos son una fuente de desinformación, oportunismo, decisiones verticales, obedientismo, improvisación, ausencia de formación político-ideológica, disputa por puestos burocráticos con base en rudezas y maniobras sucias: lo que hemos visto recientemente en Morena, el partido que se decía distinto de los otros y que en la práctica, empezando por su dirección, los ha igualado en la búsqueda descarnada del poder.

Es absurdo y profundamente injusto que los mexicanos que contribuimos a sostener la actividad de los partidos políticos no podamos tener garantía alguna de que su militancia está comprometida a buscar soluciones a los grandes problemas que enfrentamos como sociedad a escala nacional, de los estados y municipios. En una reforma democrática y no sólo electoral, como las que se han planteado hasta la enviada al Congreso por el presidente López Obrador, los partidos no podrían ser omisos en demostrar que su funcionamiento está directamente vinculado a ese tipo de compromiso so pena de sanciones materiales y morales. Y que a semejantes sanciones quedarían expuestos cuando no pudieran demostrar que en su programa anual hubieren promovido una necesaria y libre difusión de ideas, así como el debate en asambleas deliberativas cuyos acuerdos, tomados democráticamente, fuesen traducidos a pronunciamientos públicos sobre tales problemas. Sólo así justificarían la condición –actualmente se les atribuye gratuitamente– de entidades de interés público.

La antidemocracia, las maniobras sucias y el huevo de la serpiente de la defectiva representación política que nos embarga están en las campañas electorales. Las campañas se hacen con dinero e influencias. Los dos condicionantes de eso que han dado en llamar estructura electoral. Ambos excluyen al ciudadano que sólo cuenta con su voto para elegir autoridades y plataformas políticas. Y dan un poder extraordinario a quienes los determinan: políticos con influencia y dinero (por lo general del erario); partidos que seleccionan a sus candidatos no por su liderazgo político, sino por su popularidad y/o capacidad dineraria; dueños de medios de comunicación; empresarios, organismos empresariales, sindicales, eclesiales, criminales y de otras estructuras corporativas.

Ese poder usualmente se traduce en contratos de obra, puestos administrativos, cargos políticos, prebendas, orientación de ciertas políticas públicas. En suma: fórmulas socialmente injustas. Todos tenemos el derecho de voto, pero no el derecho de ser votados ni la potestad de apostar por candidatos y partidos. En el propósito de fundar una institucionalidad democrática tendrían que ser cambiadas radicalmente las ventajas que dan las campañas electorales a una minoría.

Requerimos, pues, no de simples reformas electorales, sino de una profunda reforma democrática.

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