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La Jornada: Godard no estaba loco

D

e las muchas cosas que se pueden decir, burlas o veras, de Jean-Luc Godard, una es definitiva: está todo menos loco. A partir de la década de 1950, su pensamiento evolucionó durante 70 años en la conciencia de que el cine es una mentira. Quizá la mejor de las mentiras, por algo lo eligió como el lenguaje de su vida. Al mismo tiempo, nunca dejó de cuestionarlo.

Se antoja cómodo decir que su cine no es para cualquiera. Que resulta odioso, aburrido o pretencioso. Como si a ese cine y al autor les importara. No se me ocurre otro cinematógrafo más libre e ilimitado. Su confusión de géneros produjo uno solo: el género Godard. El estilo Godard. Y que se jodan.

Puede decirse también que es un ensayista fílmico. Del celuloide a las plataformas actuales, un Montesquieu. Un Voltaire. Un racionalista francés. Un incómodo marxista que va por la libre y toma toda clase de atajos. Un jacobino escarmentado. Hasta cuando más anecdótico o narrativo (digamos Vivre sa Vie, Prenom Carmen, Pierrot le Fou), no deja de recordarnos dónde estamos y de qué trata el juego.

Con La Chinnoise y Simpathy for the Devil se tira a la yugular de las certidumbres de la izquierda del 68 y sus secuelas. Nunca clown, sin cesar se ríe de las miserias del cine, la política, la crítica, el lenguaje. Más que creer en el cine, Godard cree en la literatura y la poesía. Sus personajes –los hay de muchas maneras, en particular mujeres– suelen ser lectores, y leen en pantalla con descaro anticinematográfico.

Un asunto reiterado, inquietante, inestable, es la feminidad. La condición de la mujer. Desde sus cortos iniciales con Truffaut y Sin aliento (1959), hasta Elogio del amor (2001), la mujer, las mujeres, son la clave sin la cual nada vale la pena de ser comprendido.

Severo conocedor de los medios de comunicación, satírico y pensador (más profundo que los académicos) de las tecnologías, los vicios de la propaganda y de las masas, los engaños del arte y sus mercados, la servidumbre del sexo, los límites de la ética al robar, poner bombas, sabotear, asesinar en nombre de algo, o de nada, escenifica sentimientos con ideas, como alega Anna Karina-Marianne en Pierrot le Fou.

Con el tiempo, las fronteras genéricas se borrarían completamente en la cinematografía de Godard. Los festivales lo respetaban, pero le temían. Trataban de premiarlo, a sabiendas de que algo se le ocurriría para molestarlos. Hasta un Óscar honorario le concedieron.

Le debemos que la versión más subversiva quizá de la historia de Jesús sea Je vous Salue Maria (1985), donde María despacha en el taller de carros de su padre. José, su novio, es taxista. Queda preñada en su virginidad inmaculada por algo inexplicable. Godard nos presenta una María sensual y verosímil, un José que aprende con humildad lo que es vivir atormentado. En su momento, el papa Wojtila montó en cólera y exigió que la prohibieran.

Como tío de Carmen –una deliciosa Maruschka Detmers en Prenom Carmen un tal Jean Godard es un cineasta retirado que se aferra a vivir en un hospital aunque no está enfermo de nada. De algo me voy a enfermar, sostiene. Obligado a darse de alta, colabora con los planes de su sobrina y su banda de asaltantes para efectuar un secuestro, y le montan engañosamente un rodaje falso con el último cuarteto de Beethoven tocado en vivo. En el fondo se trata de la Carmen de Merimée, con un toque de Tom Waits y otro de incesto. Eso acaba en sangre.

Siempre es fiel al riesgo gratuito mas no irracional, y menos nihilista, aunque lo parezca. Amar, vivir, pensar, es peligroso.

La última actuación pública de Godard fue en mayo pasado, al cuestionar al festival de Cannes por arrodillarse ante el presidente Zelensky, de Ucrania, mal comediante, un falso Chaplin. Fue necesaria la puesta en escena de otra guerra mundial y la amenaza de otra catástrofe para que supiéramos que Cannes es una herramienta de propaganda como cualquier otra. Desnudó una vez más al Gran Teatro del Mundo.

Uno puede pensar en Werner Herzog, otro director de ideas que transita con naturalidad de la ficción al documental. Pero Godard carece del descaro (y la disciplina narrativa) de Herzog para epatar a la audiencia. La honestidad (el genio) de Godard le impide hacer trampas. El único gancho de un filme debe ser su verdad. Alguna debe tener; si no, es basura.

Aun en el invierno de su no-locura evitó privarse del placer de ser desagradable con los desagradables y desafiar al poder. Inicialmente provocador y revolucionario, se convirtió en un poeta de la imagen, un pensador del lenguaje (y de la muerte del lenguaje), sempiterno verdugo de la estupidez humana. Un sabio enamorado del amor, la condición menos sabia del mundo.

No cupo en los cines comerciales. No cabe en las plataformas que hoy dominan el mercado. No cabe en festivales ni coronaciones. No cabe en los manuales de cine, a menos que asuman con él que todo es truco y representación. Se atreve a lo que casi ningún cineasta: hace preguntas.

Debió regocijar a Bertolt Brecht en su tumba. Por lo demás, Godard nunca obedeció, fue más libre que Brecht. Tuvo esa suerte.

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