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¿Y si se hubiera ganado la batalla de la Angostura?

E

n artículos anteriores hemos tratado de mostrar que muchas corrientes historiográficas, quizá las dominantes en nuestro país, comulgan explícita o inconscientemente con una concepción eurocentrista y única del desarrollo histórico de las sociedades humanas. El criterio de todas esas historias lineales es la ruta histórica hacia el capitalismo industrial, de modo que las sociedades o colectividades humanas son más o menos desarrolladas conforme se acercan más o menos a los parámetros que según ellos, llevaron a esa sociedad industrial. Así, si el pensamiento elaborado por una sociedad primitiva no se asemeja al griego, se le considera mítico o mágico, pero sólo si se asemeja al griego, se le puede llamar filosofía. La mayor parte de estos lectores de historia tampoco consideran el hecho tangible que, para industrializarse tempranamente, un Estado requiere acceso seguro a hierro, carbón, cereal, corrientes hidráulicas y vías naturales de comunicación, elementos que sólo aparecen en conjunto en dos o tres regiones del mundo.

De ahí que resulte que numerosos hechos o acciones son inevitables o fatales. Era inevitable que los europeos dominaran Mesoamérica (América entera), pues estaba 5 mil años atrás en su desarrollo histórico (de acuerdo con tres o cuatro parámetros que los llevan a meter a las sociedades mesoamericana en el cajón que dice neolítico) con respecto a Europa (el añadido “y qué bueno que fueron los españoles porque si no los ingleses…” lleva a una absurda y ahistórica comparación del imperialismo del siglo XVI con el del siglo XIX). Por ejemplo, era fatal que los ejércitos villista y zapatista perdieran la guerra civil de 1915 (porque los campesinos no tiene visión de Estado ni se plantean la toma del poder); o que Estados Unidos ganara la guerra de 1846-1848…

Esa guerra se libró por la ambición expansionista estadunidense, por unas provincias extensísimas que nunca fueron territorio español, salvo en los mapas imperiales; mapas que omiten la existencia de naciones enteras que nunca se sometieron y a las que nunca vencieron (por ejemplo, apaches y comanches, como por el otro lado, los mayas del oriente de la península de Yucatán); territorios en los que había unos cuantos manchones de hispanidad (media docena de presidios en Texas, y el poblacho de San Antonio, el enclave del alto río Bravo en torno a Albuquerque y Santa Fe, y algunas pesquerías y misiones en California).

El resultado de esa guerra, que hoy se nos presenta como fatal, estuvo muchas veces en manos de un puñado de hombres, puñados aparentemente insignificantes que asombran al medir los resultados a largo plazo… de modo que es factible imaginar que la guerra pudo haber concluido de otro modo. No obstante, hay que decir que en esa guerra, las posibilidades de que el resultado hubiese sido distinto son bastante menores que en la segunda fase (1520-1521, en torno a Tenochtitlan) de las guerras mesoamericanas de 1517-50.

Imaginemos, pues, que la guerra entre México y Estados Unidos tuvo un resultado distinto (pues los mexicanos ganaron la batalla de la Angostura, en febrero de 1847). Imaginemos que de ese resultado distinto nació en 1847 una república cuya clase política provenía de tres continentes y profesaba no menos de seis religiones distintas, una república incluyente en una época de exclusiones, una república colectivista en tiempos de individualismos, qué sé yo… ¿Me acompañan a imaginarla?

El fundador de esa república fue un hombre que irrumpió sin previo aviso en lo que algunos llaman la gran historia. Dice su principal biógrafo, el general de división Jorge Antillón Ramírez de la Serna, hablando de las paradojas que envuelven a los padres fundadores de las repúblicas de América: Quizá ninguna paradoja como la de aquel desconocido soldado de la Huasteca, aquel caballero de ignoto nombre, a quien le bastaron dos años para rehacer el mapa de la América y fundar la nación más extraña del continente. No hay destino tan misterioso, tan absurdo, como el de ese hombre que fue mi amigo, en quien la nación mexicana ha visto el mayor traidor posible, el villano por excelencia; que para quienes se hacen llamar americanos (tanto unionistas como confederados) es una incógnita sin resolver; y que para los californios es el padre de la patria: su alteza serenísima, el gran mariscal don Pablo María Augusto del Rosario Núñez de Jáuregui y Andrade-Moctezuma.

Pd: El fundador de California (Editorial Ítaca, 2022) será presentado en sociedad el viernes 14 de octubre en el Foro Ernesto Cardenal, de la Feria Internacional del Libro del Zócalo. Lo apadrinarán los doctores Federico Anaya-Gallardo y Bernardo Ibarrola Zamora.

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