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Al frente de la epopeya (el mural)

A

l ofrecer su cuarto Informe de gobierno, el presidente López Obrador destacó sus medidas de ahorro y eficaz recaudación que le han permitido acortar las brechas sociales por medio de sus apoyos monetarios directos. Sujeta como siempre lo está, la pobreza sube y baja dependiendo del cristal con que se le mira y proclamar una efectiva superación de la misma, así sea en su terrible modalidad de extrema no resulta eficaz como forma de exaltación del ejercicio del gobierno.

Ausente como ha estado el crecimiento de la economía a tasas socialmente satisfactorias, el gobierno apela a su capacidad de gasto y redistribución del mismo para sostener sus dichos igualitaristas. En lo inmediato nadie puede discrepar con ello, pero tampoco condonar su festinamiento. Por la vía de las transferencias hay un límite y es muy probable que la finanza pública ya lo haya tocado. Sin más recursos recurrentes, como los que se derivan de una reforma tributaria más o menos robusta y, sobre todo, sin crecimiento sostenido, dichas fuentes se secan y lo único que queda es la muy manoseada austeridad, ahora reconvertida en pobreza franciscana.

Puede convenirse con el Presidente en que no basta el crecimiento económico, y que es indispensable la justicia, pero no soslayar la dura realidad de las economías abiertas y de mercado, en las que la expansión productiva es una variable decisiva. En especial si el gobierno se compromete a asegurar los beneméritos equilibrios fiscales cuyo cumplimiento es permanente exigencia de las calificadoras. El nudo de las finanzas públicas mexicanas se cierra y es una lástima, porque el futuro inmediato se verá condicionado por eso, en medio de la batahola electoral que se apodera de angustias e ilusiones.

Con todo, el Presidente enfatizó: “los programas para el bienestar, la recuperación del poder adquisitivo de los salarios y el aumento en las remesas (…) han mejorado la situación económica de la población más pobre del país, y al garantizarse cuando menos lo básico se ha mantenido la paz y ha permanecido encendida la llama de la esperanza”, ( La Jornada, 2/9/22).

Tal triunfalismo acotado no oculta ni reduce la centralidad de los grandes temas, como la persistente desigualdad, las pobrezas y violencias que la acompañan y potencian, carencias miles que documentan la precariedad de la economía y del tejido social y revelan nuestra endeble situación política y social. No es exagerado insistir en que las estabilidades que pudieron sostenerse penden de unos cuantos hilos.

López Obrador insiste en que este gobierno y su enorme coalición no son iguales a los anteriores hasta absolutizar los males que nos heredaron. Se llega a decir que el único fin del gasto y en general del ejercicio del poder era el enriquecimiento de los detentadores ilegítimos del poder constituido, pero sus casos no parecen encontrar sostenes suficientes. Lo que tenemos para tejer la historia reciente, según Morena, son dichos y ningún hecho. Tampoco puede decirse que con su cuarto Informe el Presidente nos haya aproximado a una visión coherente de su transformación, menos a sus perfiles estructurales. La nación parece navegar sin las mínimas defensas frente a las tormentas; la más inmediata ha sido ya planteada por Estados Unidos y Canadá en una dispareja disputa energética en el marco del T-MEC, pe-ro ahí ni siquiera comienzan nuestras angustias. Lo que ha quedado del orden internacional heredado de la segunda posguerra, después de tantas y agresivas crisis, nos pasan y pasarán la factura y para enfrentarla se necesitan programa y visión, menos pendencias y cero petulancia.

Si en verdad se busca que primero sean los pobres, y que sea un compromiso nacional y a lago plazo, es inevitable insistir: la economía requiere crecer, porque sin crecimiento no hay empleo y sin éste el salario se aplana y, para empezar, la inflación se lo come, como puede estar pasando hoy. Sin inversión no hay crecimiento, pero sin inversión pública la privada no alcanza para crecer como se necesita.

El gobierno, acompañado de la nueva Legislatura, debería abocarse a estudiar y deliberar sobre el andamiaje institucional necesario para superar la aversión al riesgo que parece privar en los negocios privados. En esta tesitura, nada subversiva ni para los humores de la Cuarta Transformación, habría que convocar a la formulación de un programa nacional de inversiones e infraestructura –nacional, regional y municipal– que incluya mecanismos participativos de seguimiento y evaluación de las inversiones, de aprovechamiento de los encadenamientos productivos con los que contamos (antes de que una nueva furia globalizadora los devaste).

Podríamos avanzar en los términos y primeros protocolos para un acuerdo para la reforma hacendaria, un pacto para renovar el federalismo fiscal. Sólo así podremos sostener, fondear, un sistema de bienestar incluyente fundado en el derecho humano a la protección social, en primerísimo lugar la salud, con sólidas políticas e instituciones enfocadas a reducir y prevenir la vulnerabilidad y la pobreza.

Dogmatismos, obcecaciones, pereza y pobreza intelectual parecen ser los obstáculos defondo para encaminarnos hacia un nuevo desarrollo. Ahora hemos dado a disfrazarlos de po-larización, pero debajo de ésta lo que nos atrapa es el hundimiento de un sistema plural que demasiado pronto se acomodó a los usos del poder para reconvertirlos en abusos.

En buena medida, nuestros retos tienen que ver con negaciones e incapacidades, ciertamente del gobierno, pero también de las fuerzas y actores políticos para asumir una perspectiva común sustentada en el objetivo de un desarrollo nacional capaz de resistir e inscribirse provechosamente en una veleidosa economía global que apenas asoma. Bien haríamos en entender que no hay recursos que valgan ante el desgaste de las instituciones y las llamadas a las divisiones; en la necesidad de asumir la reconstrucción de la República como proyecto común.

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