C
uánta mujer asesinada. ¿Qué está pasando? ¿De dónde sale esa pulsión criminal dirigida a la mujer que por azar o motivos personales elige el inminente feminicida? Nos podemos permitir la licencia de llamar epidemia al fenómeno. ¿Será un mal contagioso? Se han propuesto diversas explicaciones de esta ola criminal que asola a México. La mayoría seguramente útiles, ofrecen respuestas parciales. La frustración económica y sexual de los varones. La irritación o el miedo que les provocan las mujeres libres o ajenas. La pérdida de valores comunitarios, familiares, amorosos. El uso y abuso de sustancias para desarmar a la hembra. La violencia conyugal normalizada en tantísimos hogares, el meollo de tantísimas parejas.
También lo que aprenden los niños de sus mayores. Lo que no aprenden: la orfandad ética es la verdadera epidemia. Se borró en la mente de infinidad de hombres la diferencia entre lo bueno y lo malo, el respeto a la vida ajena, los sentimientos afectuosos hacia los demás. Hay quien culpa a la pornografía, frecuentemente brutal e indigna, accesible para cualquier adolescente, obrero, transportista, policía, desempleado, profesionista. Hasta los videojuegos han sido señalados.
La huella del patriarcado sempiterno apenas ahora es cuestionada en serio, sobre todo desde las que podemos llamar nuevas mujeres
, permeadas por el feminismo, o imbuidas en él. Barajamos interpretaciones sicológicas, sociológicas, demográficas, religiosas, legales, políticas. No mitigan nuestro azoro ni el horror.
Todo esto trae verdad, mucha o poca. Pero en el fondo la respuesta a por qué los hombres matan con facilidad a las mujeres es muy simple: lo hacen porque pueden.
Cada historia es un mundo, cada caso único si lo consideramos desde la asesinada y su entorno afectivo. Pero desde el macho la historia resulta anodina y la misma: un varón sin escrúpulo alguno, con frecuencia fría y calculadoramente, organiza el asesinato de la víctima, tal vez su pareja actual pasada, o imposible. Luego constituyen historias que venden bien, teñidas de moralina o morbo, en noticieros, prensa, películas y series televisivas.
Existen las agresiones impulsivas, el se le fue la mano
. Son lo mismo. Consideremos además los feminicidios de desconocidas, a las que el perpetrador sigue y agrede. La inconcebible frecuencia con que se perpetran las violaciones sexuales suele preceder al sacrificio de las ultrajadas en el altar del miembro viril y el ejercicio de poder. Sí, la cosa está literalmente de la verga.
El campo algodonero y otros escenarios juarenses del fin de siglo obsesionaron al gran ensayista Sergio González Rodríguez. Sus inteligentes indagaciones casi le costaron la vida. Huesos en el desierto, mujeres sin nombre, zapatillas semienterradas, esqueletos con medias. Hace dos décadas Noam Chomsky hablaba de Ciudad Juárez como un laboratorio del futuro. Y que lo diga. Vean dónde estamos hoy.
Una red invisible cual telaraña procura la impunidad del mata-mujeres, conformada por agentes y mandos policiacos, jueces, fiscales, amigotes, guardaespaldas, choferes. El feminicidio es un crimen específico, diferente de las muertes indiscriminadas y gratuitas por la violencia en curso, las ejecuciones entre rivales o contra los desobedientes, los metiches, los que estorban el negocio.
Contra las estólidas inercias del patriarcado dueño de las leyes, ya se considera un delito tipificado. Pero las cosas no mejoran. Al contrario. Vemos más feminicidios, más fríos y vulgares. La impunidad es garantía cínica del atroz pacto patriarcal. Cumbre del desprecio. Sexismo, racismo, odio genérico, pedofilia: la superioridad del corazón miserable, la esterilidad del fuerte, del depredador sin coto ni educación.
Podríamos hablar de deshumanización si no fuera una conducta exclusiva de los humanos. Los animales no matan a sus hembras. ¿Humano, demasiado humano? ¿Masculino, demasiado masculino? Ciertamente cobarde, por muchos güevos que le pongan a sus hazañas. Estamos ante una sicopatía que no se debe a una mente mutilada o defectuosa, como la sicopatía clínica, sino que se genera en lo que aprenden, o lo que no aprenden, los cerebros normales de los agresores de mujeres, y en el extremo, los feminicidas.