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La Jornada: Jazz

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ynton Marsalis es un excelente trompetista, un buen compositor, un jazzista nato (muy probablemente el más famoso), pulcro, preciso, intenso, por momentos hasta conmovedor (ya en el jazz, ya en lo clásico). Pero decir que él y sus músicos son los mejores del mundo es realmente una barbaridad (por decir lo menos). No obstante, la noche del pasado 29 de octubre, después del concierto en el Auditorio Nacional, caminábamos bien y de buenas, balanceándonos todavía entre el placer del blues y el swing.

Veamos: Aunque a principios de los años 80 el jazz fusión electrificado (en todas sus variantes) dominaba la escena internacional, en Estados Unidos se dejaban ver varios chavales que reivindicaban el abolengo y el arraigo acústico del género. A la cabeza estaba un trompetista de Nueva Orleans (pa’ variar) de 19 años llamado Wynton Marsalis, que entonces formaba parte del grupo de Art Blakey.

En 1982, Wynton formó su propio cuarteto, y en 1987 asesoró los conciertos de verano del Lincoln Center en Nueva York, obteniendo un éxito tal, que Jazz at Lincoln Center se convirtió en un departamento más del Lincoln Center y tres años después Wynton se convirtió en director artístico del centro y en conductor musical de la orquesta.

Y así llegó este año a un Auditorio Nacional prácticamente lleno, en lo que sería su décima o décimo primera presentación en México (Auditorio Nacional, Palacio de Bellas Artes y Zócalo, en la Ciudad de México; Guadalajara, Guanajuato y Aguascalientes). Mi hijo Mario me preguntaba qué música íbamos a enfrentar y le dije que era jazz clásico, jazz tradicional, mucho swing, mucho estilo. Lo que tanto le gustaba a tu abuelo. Le comenté también que desde hacía mucho este Marsalis había dicho que prefería tocar su música que discutir sobre ella.

Y tal cual. Quince o 16 músicos salen a escena (Wynton en la última fila, con los trompetistas) y de inmediato sueltan amarras con una de las 12 partes de la suite Vitoria, bautizada así por Marsalis en honor a la música española y al festival de Vitoria, en el país vasco. El swing fue automático, absoluto, al parecer todos lo traían sujeto apenas con alfileres en… las solapas, y al primer compás lo lanzan al aire para inundar el Auditorio entero; ahí lo mantienen durante todo el concierto. Bueno, lo hicieron a un lado en el Big Fat Alice’s Blues de Duke Ellington, para que Sherman Irby y su sax alto se sacaran el corazón y reptaran lentamente, utilizando magistralmente los silencios, enmudeciendo a todo mundo, para un instante después estallar en una ovación que conmovió al veterano saxofonista.

En ciertos momentos, Wynton improvisa con maestría y casi de inmediato da espacio para que sus músicos hagan un solo o dialoguen un buen rato entre sí. Ésta es otra de las peculiaridades de la orquesta: al director no le interesan ni los protagonismos baratos ni el robo de cámaras; todo el tiempo abre espacios para que sus solistas (prácticamente todos) improvisen y se explayen.

Todos ellos saben lo que hacen y lo hacen bien, por supuesto; pero puestos a escoger, nos quedaríamos con el solo de trompeta que se aventó Kenny Rapton en el Stuffy Turkey de Thelonious Monk, fue algo en verdad genial; primero sin tocar la embocadura, para así emular al viento y ahogar el sonido; pero cuando los labios se apropian del instrumento, Rapton hace detonar la imaginación, la inteligencia de un explorador que arriesga todo sin reparos, pues sabe navegar con los ojos cerrados. Nos emocionamos sin remedio, nos lastimamos las manos de tanto aplaudir.

Otros grandes momentos fueron el solo de batería de Herlin Riley, donde el percusionista hace un impecable enlace entre los ecos africanos y los códigos del jazz contemporáneo. Uno más fue cuando calla la orquesta para dejar solo a Marsalis, que a toda velocidad reinventa Cherokee, el clásico de Ray Noble, repiqueteando y jugando feliz, pero mucho muy concentrado, con su trompeta, haciendo trío con el contrabajo y la batería.

La gente aplaude mucho a Carlos Henríquez y a Dan Nimmer (contrabajo y piano); el primero es fenomenal al momento de construir plataformas con el resto de la base rítmica, pero que en sus solos suele incluir figuras sinceramente planas. Nimmer, por su lado, es realmente bueno, aunque en Vitoria se le hayan atorado los dedos en la octava más alta.

Por supuesto, la orquesta tuvo que regresar para un encore, y lo hizo con Temperance, pieza llena de luz y armonía de Wynton Kelly, a quien Wynton Marsalis debe su nombre, pues su papá, el célebre Ellis Marsalis, era admirador confeso del maestro Kelly.

Un buen concierto, sin vuelta de hoja.

Salud

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